Entre el año 1902 a 1909 se inscribió en Valencia (donde se encuentra su sede social) un proyecto de sanatorio dedicado al cuidado de los enfermos de lepra. El edificio en sí, el Sanatorio San Francisco de Borja, se erigió en la localidad de Vall de Laguar, en la provincia de Alicante, y abrió sus puertas en dicho año de 1909.

Para conocer datos oficiales de su historia y su trayectoria, podemos consultar la wikipedia (Clica aquí si quieres ver) y la página oficial del sitio. donde descubriremos una obra social y médica única en Europa, fundamental para el desarrollo de curas para esta terrible enfermedad, cuyos remedios se declararon a finales de los años 1960s como “eficientes” para su erradicación definitiva, una enfermedad “bíblica”, conocida durante milenios y que dañaba a las personas y a sus familias física, social, moral y espiritualmente.

Pero, claro, no escribo para contar algo que podéis consultar en los sitios que os comparto, sino para contaros una historia paralela, lo más resumido que pueda, sobre la entrega y la dedicación a los demás de muchos españoles anónimos a lo largo de la Historia, y que sus vidas han quedado sólo para la memoria familiar, agotándose como una llama de cirio, al tiempo que los viejos desaparecen con sus historias. “Lo que pudo haber sido y no fue”, como dijo aquel sabio poeta llamado Manrique del lejano siglo XV.

Para poneros en contexto del terrible momento que vivía España a finales del XIX y las dos primeras décadas del XX, os diré que nunca antes pasó España, ni creo que después, un peor siglo de guerras, muertes, y calamidades que dicho XIX, cuando más de cuatro millones de españoles murieron violentamente en las guerras de independencia americanas, las carlistas en la península y contra franceses e ingleses en distintos escenarios por el mundo (también en la Península). España vivió los peores momentos de hambre y desamparo, quedando impreso en nuestra cultura escrita y cantada, e incluso diría que en nuestra genética.

En aquellos terribles momentos las enfermedades circulaban con más facilidad y hasta las olvidadas regresaron con virulencia. Josefa Candela Prats, mi abuela, nació en Alcoy en 1899, en pleno centro urbano y rodeada de fábricas que se apretaban en los márgenes del río Serpis. En dicha ciudad he podido comprobar, mediante estudios de la Universidad de Alicante, que los índices de mortalidad eran de los más altos de España (y de Europa), por el “clima insalubre” de sus viviendas y la falta de higiene de su urbanismo, con una población hacinada y un aire viciado proveniente de las industrias. Pero se compensaba su demografía por ser también la localidad con más inmigración de la Península, superando (en proporción) a casi todas las capitales de provincia. Pasó de los 35.000 habitantes en 1900 a los 50.000 en la década de los 1920s, a pesar, repito, de sufrir la tasa más alta de mortalidad en todas las franjas de edad.

El regreso de muchas enfermedades que se tenían como erradicadas desde hacía muchas décadas (desde los tiempos del alicantino Doctor Balmis, fallecido en 1819), ya circulaban informes en el último cuarto del siglo XIX de numerosos casos de lepra detectados desde 1850 en la región valenciana. Se despertó el espíritu “cristiano” de muchos españoles que podían permitirse una colaboración altruista y una entrega a los demás sin ánimo de lucro. Ese fue el caso del abogado y también Alcalde de Gandía, natural de Tormos (Alicante), don Joaquín Ballester Lloret y del jesuita Carlos Ferris Vila, natural de Albal (Valencia), cuando en diciembre de 1901, estando ambos en la casa natal del Alcalde, escucharon los lamentos de un leproso en una casa vecina. Al comprobar que el enfermo estaba desatendido y que mostraba los síntomas claros de la terrible enfermedad, los protagonistas se enternecieron y se conjuraron para trabajar en pro de todos estos enfermos, pues en los días siguientes supieron que en las provincias de Alicante y Valencia, existían muchos enfermos de este mal que se suponía erradicado.

Atendieron a los enfermos las monjas Hermanas Franciscanas de la Inmaculada desde 1908 a 1932. Volverían después de la guerra y llegaron a ser veinticinco. Tras el deterioro de la vocación religiosa en la Mujer, abandonaron definitivamente su labor en el Sanatorio, cuando quedaban ocho (mismo número que cuando se fundó), en 2014. Para las labores de mantenimiento y ayudas extra-médicas se contó siempre con padres jesuitas que, también, en dicho año dejaron el sanatorio.

Bien, contado esto, Josefa Candela, “Pepica”, conoció el sanatorio a través precisamente del personal religioso, de las monjitas que se reunían en Gandía los veranos para disfrutar de ejercicios espirituales que se celebraban todos los años. Esclavas, carmelitas, franciscanas y de otras órdenes disfrutaban de los baños en la playa de Gandía y del reposo de las instalaciones del convento-colegio de las Esclavas, momento en que todas se explayaban contando detalles de sus obras. Eso fue a partir de 1917, cuando el sanatorio llevaba casi una década de auxilio a los leprosos. Mi abuela acompañó a su futura cuñada (Guadalupe Ferrando, que sería la última Priora del Convento de Bocairente), entonces novicia, y por aquellas monjitas supo de la existencia de Fontilles, un lugar “tabú” y que nadie sabía situar en el mapa.

La pérdida de las últimas provincias de ultramar más la desastrosa economía española, como un bucle, diseñada para “recuperarse” de los continuos derrumbes de una guerra tras otra, sumió a la clase trabajadora española en una atmósfera apocalíptica, de la que solamente se podía salir emigrando a otro país más próspero, encontrando un empleo bien remunerado (algo realmente difícil), o dedicando tu vida al servicio religioso, a Dios y a los demás. Eso eligió en principio mi abuela Pepica. Acompañando a su mejor amiga Guadalupe, pensó en seguir su ejemplo y entrar también en el noviciado. Solamente necesitaba el permiso de su padre para dejar su empleo en Papeleras y sus estudios. En aquella época miles de chicas elegían dicho camino en toda España.

Ese mismo año de 1917, en octubre, ocurrieron las apariciones marianas de Fátima. La niña Jacinta murió el 20 de febrero de 1920. Francisco había muerto el año anterior, el 4 de abril de 1919 de gripe española, lo mismo que la hermana de mi abuela, llamada María (Mariu) con 18 años de edad y sobre la misma fecha. En España murieron más de 300.000 personas por este mal.  Sor Lucía dos Santos, la última de los tres niños que aseguraron ver a la Santísima Virgen María en 1917, en Fátima, murió el 13 de febrero de 2005, cuando tenía 97 años de edad. Lucía recogió en un libro que escribió que los dos primeros secretos eran: Una visión del Infierno, y el segundo, el inicio de una nueva guerra mundial (la Segunda). Mi abuela estuvo en Fátima, pero no recuerdo el año. Pero si habló con los tres niños, por fuerza tuvo que conocerles antes de 1919, año del fallecimiento del niño varón.

Siempre me aseguró que conoció de primera mano los tres secretos transmitidos por la Virgen María a los niños. Volvió a visitar a Sor Lucía tras la Guerra Civil en varias ocasiones. Nunca escuché hablar en portugués a mi abuela, así que no sé cómo se comunicó con ellos. Viajó también a Francia, Italia y Estados Unidos en numerosas ocasiones, y tampoco le escuché otro idioma que el valenciano, y castellano cuando hablaba a terceros. Su hermana Teresa, que emigró a EEUU en 1928, llegó a ser nonagenaria y nunca aprendió inglés. Con el castellano le valió perfectamente.

El tercer secreto no fue confiado a la gente, permaneció en un sobre cerrado en el Vaticano. Según se cuenta, el Papa Juan XXIII lo abrió y leyó en 1960, y dicen que la revelación aterró tanto a Su Santidad que ordenó que se cerrara bajo llave y no se hiciera jamás público. Tras revelarse en tiempos del Papa Juan Pablo II, relatado como un atentado a los principales jefes de la Iglesia Católica, sigue siendo el secreto más enigmático, premonitorio de un suceso que todavía se debate, pues algunos lo relacionan con el atentado sufrido por este mismo Papa, y casi todos de algo por venir. Y algunos teólogos piensan en su sentido simbólico y algo que no tiene porqué suceder literalmente, como ocurre en muchas parábolas del Evangelio.

Todas estas manifestaciones religiosas y el conocimiento de lugares como Fontilles, conventos de clausura, beatificaciones, misticismo, milagros, sumados a la miseria que se vivía en el entorno español más humilde, con las innumerables enfermedades y la muerte, también la violencia que se respiraba en el ambiente obrero-sindicalista alcoyano (mi abuelo acudía a la fábrica armado con un revólver), no era de extrañar que las chicas de aquellas dos primeras décadas del siglo XX optaran por la vida recogida de los conventos de clausura.

Pero se cruzó mi abuelo en la vida de Pepica, y todos esos planes de religiosidad y docencia se truncaron para casarse en 1924. En 1928 nació su único hijo, y dos años después falleció mi abuelo de una enfermedad intestinal, cuando no había cumplido más de 30 años. El hecho de ser viuda y con un hijo la salvaría más adelante del fusilamiento, ya que estuvo encerrada en la cárcel (checa) durante seis meses, acusada de “ir a oír misa” y presuntamente “esconder a religiosos” y ayudarles a escapar de la zona republicana.

Durante los dos últimos años de Guerra Civil se mantuvo escondida con mi padre en la vecina montaña de Cocentaina. Curiosamente, su vecino más próximo fue Gustavo Pascual, que compuso en aquel 1937 varios pasodobles, entre ellos “Paquito el Chocolatero”.

Como podemos comprobar, España terminó sus calamidades en 1939, cuando se sucedió un periodo de paz y lenta recuperación y posterior prosperidad que duró cuatro décadas. Los políticos (donde también hay que meter a clérigos) y la monarquía sumieron España en catástrofes y guerras desde finales del siglo XVIII hasta 1939, casi un siglo y medio “apocalíptico”. Pero los españoles, como no tenemos memoria histórica, hemos vuelto a permitir ser gobernados por los mismos, además convenciéndonos de que el régimen franquista era el “coco”, cuando no han cambiado nada de éste, simplemente se han sumado ellos al banquete.

Se hace necesario el anterior preámbulo, a costa de su extensión, para comprender que en la posguerra, hombres y mujeres sencill@s, trabajaron con plena dedicación a los demás para construir la España que nos legaron en los años 1970s, una España que aislada del mundo y abandonada por las potencias, supo prosperar hasta convertirse en una potencia económica mundial considerable. Entre otras cosas, ningún otro país tenía la sanidad gratuita y una vivienda en propiedad cada familia en la década de los 1960s, ni siquiera los nórdicos. Pero se nos cuenta ahora (Felipe González lo dice en público y se lo cree realmente) que son los socialistas modernos quienes han creado la Seguridad Social y una economía «progresista» que, en realidad, destrozaron ellos en una sola década. Nos toman por imbéciles. Debería ser delito intentar «cambiar la Historia».

En la década de los años 1940s las mujeres alcoyanas se reunían y encauzaron proyectos imposibles. Se repartían urnas con la imagen de la Virgen y pedían limosna de casa en casa. Vendían lotería con una pequeña “mordida” de beneficio que sumaban a los donativos, y organizaban “montepíos” para las más diversas actividades benéficas. Todo eso llegué a conocerlo en persona, cuando era niño, pues en el salón de la casa de mi abuela, solían amontonarse las urnas, a docenas, y peseta a peseta, se contaban en la salita entre dos o tres mujeres. Algunas veces les ayudé (por los años 1970s claro).

Pepica se entrevista con el Papa en el Vaticano

Todas ellas murieron pobres, incluida mi abuela. «Ningún rico entrará en el Reino de los Cielos», nos dijo en numerosas ocasiones. Mediante esta labor agotadora de “pedir”, mi abuela fundó el Preventorio para Tuberculosos de Mariola, la nueva Parroquia de Santa Rosa, y el nuevo Colegio de las Esclavas en Alcoy. No se verá ninguna placa en honor a dichas mujeres, y si el monumento al Padre Cirilo, que coordinó las labores de fundación del Preventorio, pero a entrevistarse con el Papa a Roma, fue mi abuela (acompañada su amiga Marina y por este párroco), como Presidenta de las Congregaciones Marianas de España, cargo que recibió a finales de la década de 1940s por su labor y dedicación. La vemos a la izquierda del párroco en la foto anterior, en uno de sus viajes al Vaticano «a pedir».

Una de las primeras visitas que organizó mi abuela a finales de los 40s, colgada su medalla de Presidenta, sería al Sanatorio de Fontilles. Entre sus “misiones imposibles” dio cabida a este importante centro de salud, un lugar totalmente secreto para casi la totalidad del mundo, y entendió que darle “visibilidad” abriría nuevas expectativas para la supervivencia del Centro. Lo comentó abiertamente a sus contactos en Gandía y Alcoy y se les ocurrió abrir una “peña” para que sus miembros se ocuparan de recaudar fondos y otro tipo de ayudas.

En 1951 se celebrarían en Fontilles las primeras Fiestas de Moros y Cristianos por los alcoyanos, pocos años después de sus gestiones, entre las que destacaron amigos en el Clero de Valencia y miembros de la Asociación de San Jorge (Fiestas de Alcoy). Uno de los primeros en visitar Fontilles vestido de festero sería mi propio padre a principios de los 50s.

Una década después, en 1963 lo haría vestido de moro con la Filá Judíos.

Antes de seguir debo decir que, para no confundir fechas, advierto que es todo “aproximado”, ya que escribo de hechos presenciados y escuchados hace entre cuarenta y cincuenta años, cuando era un chaval, y solamente doy como exactos los datos donde tengo la documentación fechada en mano. Solía ver, con ocho o nueve años de edad, a obispos, y hasta un cardenal, con otros religiosos en el salón de mi abuela, un salón que salió varias veces en el periódico “Ciudad” de mi localidad por ganar varios años el concurso de belenes. Mi padre instalaba molinos en miniatura que funcionaban, haciendo circular el agua de un pequeño río rodeado de musgo traído de la montaña, todo ello decorado con luces de colores. Una pasada.

En fin, la relación de mi abuela con Fontilles nunca paró. Además de recaudar fondos y animar a las asociaciones alcoyanas (también de otras localidades), contribuyó a conseguir esa “visibilidad” que el centro médico y el pueblito merecían. Estaban como «malditos» hasta casi los 1960s. Nada más ingresar mi padre en la Filá Judíos en 1960, convenció a la mayoría de festeros para que cada año participasen en el mes de octubre para la celebración de las Fiestas de Moros y Cristianos “alcoyanas”, de forma permanente, y no esporádicas, como se venía haciendo por otras filás. Os comparto la primera e improvisada recreación de la “Entrada” por parte de dicha Filá en 1963 y que continúa cada año desde entonces (menos improvisadamente, claro).

Se puede decir que mi abuela Josefa Candela, “Pepiqueta”, pues hace un siglo todos tenían apodo, tuvo una vida plena. Se prometió a Dios en “exclusiva” y ese amor lo cambió por otro más terrenal: mi abuelo. Obtuvo la recompensa de un hijo, pero Dios se llevó al marido al poco tiempo en venganza, quedando rota la familia. Pasó una terrible guerra en el peor lugar para un cristiano, un lugar violento que destrozó lo construido con amor y religiosidad, confundiendo a los religiosos con el demonio, los asesinaron por el mero hecho de “representar el poder del Antiguo Régimen y su abuso”, y vio con tristeza la enfermedad y la muerte. Tras la tormenta, la calma. Dedicó su tiempo libre a los demás. Recompuso junto a miles de españolitos anónimos como ella, una España destrozada por los políticos, mala gente que cobraba y cobra grandes sumas de dinero para que esto precisamente no ocurriera.

Mi abuela visitó en varias ocasiones Fátima, Lourdes y el Vaticano, donde conoció en persona a tres papas. En 1969 presenció el despegue del Apolo a la Luna, estando ella en Nueva York. Nunca costeó sus viajes (no tenía cómo). A Nueva York la invitaba su hermana Teresa, que emigró en 1928. A veces pasaba más de un año allí. Visitó dos veces la Casablanca, y estrechó (me contó que por casualidad) la mano del Presidente Johnson en su primera visita. También me contó que, volviendo a casa desde el restaurante de su sobrina, en Manhattan, hablando las dos hermanas, ya con el pelo blanco las dos, se confundieron y subieron a un autobús para negros, eso fue entrando ya al año 1970, y que al bajar, los viajeros de color les brindaron un aplauso a las abuelitas.

También estrechó la mano unos años más tarde del entonces Príncipe don Juan Carlos en una visita a Papeleras Reunidas S. A., donde ella trabajó toda su vida y jubiló con una paga de 25.000 pts (150 euros) mensuales. Os he comentado los tres edificios que con su ayuda se erigieron, pero colaboró en numerosas obras sociales por toda España, sin tener una peseta, con su trabajo. Murió con 94 años de edad y al entierro fueron casi una veintena de monjitas, y cuando cantaron en su honor lloramos todos. De haber muerto medio siglo antes, sin duda habría llenado la iglesia de religiosos de toda España, pero eso tiene el vivir una vida tan longeva: van muriendo antes tus contemporáneos.

La vida anónima de Josefa Candela tuvo su continuidad gracias al arte. En 1967 su sobrino Mario Candela la retrató al óleo en lo que fue la obra maestra de su etapa realista, finalizando la misma. Desde que la retrató se ha exhibido en numerosas localidades, en galerías y museos importantes. Que yo sepa, en Madrid, Valencia, Alcoy y Alicante, donde estuvo colgado en un lugar dominante durante dos años en la Diputación Provincial. Cruzó el charco para exhibirse en México DC. Y en el MOMA de Nueva York. Entre 2010 y 2012 viajó de la Diputación de Alicante (no recuerdo la fecha exacta, aunque está apuntada en el reverso del cuadro), al Museo del Louvre para formar parte de una exposición itinerante sobre los pintores mediterráneos representativos de la segunda mitad del siglo XX. Cuando se presentó mi tío en el Museo, los conservadores quedaron de una piedra, pues nunca conocieron a un artista vivo que expusiera. Poco después, en el año 2013, mi tío Mario falleció, seguramente feliz de ver una obra suya exhibida en uno de los museos más importantes del mundo.

En mi experiencia de casi seis décadas, he podido observar dos tipos de personas en España, dos tipos que la llevaron a ser durante tres siglos la vanguardia del Planeta Tierra. Dichos tipos se combinaron para convivir en armonía y prosperar juntos, algo que se perdió y nos llevó al desastre, y que de nuevo está ocurriendo. Las luces y las sombras convivieron. El primer tipo se entrega a los demás, por la familia y por la comunidad. Es capaz de emprender cualquier proyecto, colabora hasta la extenuación, hasta ver culminada la meta, sin pedir nada a cambio. Respeta a los demás y pide que se le respete también. Camina con orgullo y se siente interesante y necesario. Exhibe carácter pero es compasivo y cercano.

El segundo tipo de español resulta quizás más caótico. Es el que explora sin pensarlo dos veces, pero porque tampoco tiene muchas luces, porque piensa poco en el qué dirán. Es valiente y bravo, cae rápido en las tentaciones y las pasiones, y olvida perfectamente consciente lo que dijo ayer, sin rencores, aún a sabiendas de que lo llamarán mentiroso. Porque a sinvergüenza y pícaro no le gana nadie, pero si se presenta defender honor y patria, o cualquier doctrina que haya captado, es el primero en luchar hasta la muerte. Puede ser un magnífico soldado, pero lo vemos en todos los ámbitos de las artes y de las ciencias. También abundó bajo palio. Su espíritu sigue evangelizando la India.

Mi abuela perteneció al primer tipo de español, además convencida de que el único camino era el recto. Mi padre, en cambio, era una mezcla de ambos tipos y, como Einstein, creía que el camino más rápido no era precisamente el recto. Tanto uno como el otro fueron personas maravillosas, “españoles antiguos” que pensaron en un mundo mejor, como toda esa gente anónima que, por ejemplo, elevaron Fontilles a ser el único sanatorio para leprosos del mundo donde curaban la enfermedad. Eso ocurrió en 1968, cuando encontraron el “coctel” de sustancias para su cura definitiva, en una búsqueda sin descanso por más de medio siglo.

Mi abuela me llevó al sanatorio por primera vez durante la segunda mitad de la década de los 70s, cuando sabía que no existía ningún riesgo de contagio. No recuerdo gran cosa, pues era pequeño, pero si guardo en la memoria larguísimos pasillos de azulejos blanquiazules y estancias vacías, con una limpieza brillante y que todo olía a limón. También recuerdo a dos mujeres mayores, sonriendo, a las que les faltaban dedos de una mano a una y la otra estaba desdentada. Pero no sé, quizás es un episodio imaginado, y eran simplemente dos señoras que se alojaban en el sanatorio o estaban de visita.

Please follow and like us:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

You may use these HTML tags and attributes: <a href="" title=""> <abbr title=""> <acronym title=""> <b> <blockquote cite=""> <cite> <code> <del datetime=""> <em> <i> <q cite=""> <s> <strike> <strong>

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.