Con el exilio del Rey Alfonso XIII y la Monarquía fuera de España en 1931, la Segunda República permitió que la hija de la Reina Isabel II, la Infanta Isabel, conocida popularmente como «La Chata», permaneciese en territorio nacional. Esto la convirtió en el único miembro de dicha Monarquía que pudo quedarse en Madrid. ¿Por qué prácticamente todo el pueblo español quiso esta excepción con alguien de la Casa Borbón? ¿Por qué y a pesar de ello esta entrañable mujer optó por acompañar a su familia exiliada, aunque en el fondo no quería?
Cierto que la Infanta Isabel no tenía un peso político activo en España sobre el papel, pero su residencia en el país fue significativa para la Monarquía. La Segunda República no expulsó a la Infanta Isabel con el pretexto jurídico de su matrimonio con un ciudadano español, lo que le otorgó ciertos derechos y protecciones. Pero en realidad, el legalismo reflejaba el gran cariño que el pueblo madrileño profesaba por su «Chata» y se hubiese encontrado otra excusa cualquiera, lo mismo de “sólida”.
La Infanta Isabel fue hija, hermana, nieta y tía de reyes. Se le concedió el título de Princesa de Asturias (por primera vez a una mujer) por partida doble. Nació el 20 de Diciembre de 1851 en el Palacio Real de Madrid con el nombre de María Isabel Francisca de Asís Cristina Francisca de Paula Dominga de Borbón y Borbón. Ya nació con el título de Infanta de España y Princesa de Asturias (unos meses después), heredera al Trono, hasta el nacimiento de su hermano en 1857, el futuro Alfonso XII que, en 1874, año que fue proclamado Rey, convertiría a La Chata de nuevo en Princesa de Asturias hasta 1880. Fue la primogénita de Isabel II y de Francisco de Borbón.
Como era de suponer, la educación de una Infanta de España estuvo acorde con lo esperado para una heredera al Trono. Pero en aquellos tiempos no podía resultar demasiado extensa, a menos que el/la interesada, por decisión propia, optase por continuar su formación tras los matrimonios concertados, que solían ser a muy temprana edad. De hecho, la Infanta Isabel se casó con Cayetano de Borbón en 1868, con apenas 17 años y teniendo él 22. Menos de tres años después, Cayetano se suicidó de un tiro en la sien durante una estancia en un hotel de Suiza, un hombre enfermizo y que sufría ataques epilépticos, herencia genética del cruce endogámico entre las familias reales europeas. Uno de sus pesares fue la imposibilidad de tener descendencia, dejando viuda a la Chata y sin hijos. Isabel sufrió un aborto espontáneo dos meses antes, un hecho que trastornaría definitivamente la razón de su esposo.
Aquella joven viuda regresó a Madrid en 1871, fecha que cambiaría el papel de la Monarquía Española, precisamente por su presencia y la conexión que surgió entre la Infanta, que apenas llegaba a los 20 años, y el pueblo madrileño. Lejos de encerrarse o de buscar nuevo matrimonio, la joven comenzó a hacerse visible en los actos públicos de todo tipo y frecuentar eventos culturales y de tauromaquia principalmente. Tanta fue la simpatía que despertó en el Pueblo, que el Gobierno se mostró reticente a trasladar el título de Princesa de Asturias a la nueva heredera nacida en 1880, la Infanta María de las Mercedes, primogénita de Alfonso XII.
El apelativo de “chata” se usaba en España hace más de un siglo para piropear y agasajar a una mujer. Se usó al menos desde el último tercio del siglo XIX hasta la década de 1970s al menos. Las modas le otorgaban más o menos presencia al apelativo, que pasó del llamado “populacho” más corriente, hasta las élites, pasando por su “época de esplendor”, cuando prácticamente en toda España, los maridos llamaban “chata” a sus esposas (por los años 50s). El último ejemplo público del uso del apelativo, lo tenemos en el actor Arturo Fernández, un galán “tipical spanish”, que abusó del término, tanto en sus películas e interpretaciones, como en su vida de a diario. Lo que ya no está tan claro es si el apelativo se volvió “positivo” tras imponerse a la Infanta Isabel, o si ya lo era a finales del XIX, pues claramente, “chata” se refiere a una nariz desproporcionadamente pequeña y más bien respingona, como la que lucía Doña Isabel (rasgo poco “borbón”). En circunstancias normales podía sonar despectivo el apelativo. Eso es algo que deben aclarar los cronistas de aquella época, aunque lo que he leído se contradice entre unos y otros.
La popularidad de la Infanta Doña Isabel, siempre respetada y querida, facilitó a su familia la Restauración de la Corona, que se llevó a cabo en 1874. Con la Chata tuvo el Borbón una campaña de propaganda excepcional a favor de la Monarquía, olvidándose el Pueblo de los pros y contras que dicha acción podía repercutir sobre el Gobierno de España. Fue como un aval por su imagen de “viuda joven, buena persona, simpática, generosa e involucrada con el Pueblo hasta sus últimas consecuencias”. Curiosamente, se me antoja un parecido en la conducta más que familiar con Don Juan Carlos, su sobrino-nieto que reinaría un siglo después de dicha Restauración.
El cariño del pueblo madrileño por la Chata no cambiaría a pesar de que la corriente política fue más republicana que nunca. Se aproximaba el siglo XX y los desastres de todo tipo continuaban en el siglo más negro de la Historia de España. Se sucedían los gobiernos y la violencia, con atentados y asesinatos de ministros continuados, incluida la Casa Real, cuando Alfonso XIII se salvaría por los pelos en dos ocasiones al menos, a comienzos del siglo XX.
La nieta de Fernando VII acertó en varias decisiones que tomó desde bien pequeña. En primer lugar observó que seguir las intrigas de la Corte la conducirían a ser un instrumento más, siempre en la sombra, como lo fueron reinas, princesas y consortes. De inclinarse por una anulación como persona pública hubiese estado siempre abierta a las críticas y sin poder defenderse. Evitaba la polémica, sobre todo la que acompañaba a las figuras de su madre y de su abuelo, por el que todo español sentía animadversión. Así que “cambió” la estrategia quizás sin pretenderlo, intentando formar parte de toda la sociedad y no en exclusiva de aquella burbuja de la élite aristocrática. Colaboró activamente con Cánovas del Castillo para conseguir la Restauración, proponiéndose ella misma como “motor propagandístico”. Se sentía cómoda como famosa persona pública. Con apenas 22 años escribiría: «Es necesario darse a conocer y que la Familia Real trabaje por el bien común».
Pero La infanta Isabel no se conformó con Madrid y de vestir su vestido regional en alguna corrida de toros importante. También quiso ser valenciana, andaluza, catalana, etc. A lo largo de su vida realizó verdaderas giras por todo el país, siendo pionera de las campañas políticas que ninguna otra mujer en solitario realizara en el mundo hasta entonces. Además, sin representar un papel, ya que siempre se mostraba como sí misma: llana y campechana. También viajó a Buenos Aires en 1910 para representar a la Corona en un acto oficial. Tenía clase por naturaleza, esa personalidad que transmite y recibe respeto.
Se nos quiere hacer creer que las mujeres nunca jugaron un papel en la sociedad hasta hace bien poco, pero esta figura demuestra que movieron montañas, y que no fue la única, aunque en los anales los historiadores y documentalistas recuerden solamente a las que interesen políticamente. Por ejemplo, la primera alcaldesa de España lo sería de una localidad alicantina, en 1916, pero sólo rememoran en los documentales el papel de alguna literata o política relevante a partir de la II República. Existen mujeres empoderadas desde la Edad Media al menos, y no solamente en las figuras de reinas o princesas. Hoy en día la estrategia histórica general que se sigue es la de “lo que pudo haber sido”, dependiendo del color del político que dirija en cada momento. Si una mujer en la Historia no sigue a la del gobierno de turno, no será recordada.
El público en las Ventas gritaba: “!Viva la Chata¡”, y la Princesa saludaba envuelta en su castizo traje regional, con un ramillete de claveles insertado en el escote y su deslumbrante mantilla repleta de lentejuelas. Fue hermosa hasta el día de su muerte. Pero el grito se repitió allá donde fuese. Probablemente su sobrino Alfonso XIII fue “tolerado” tantos años gracias al carisma de su tía, qué narices, la Chata debió ser la Reina de España, porque así lo fue en el corazón de todos los madrileños y españoles. Muchos exaltados así lo proclamaban en la Plaza cuando aparecía.
El 23 de Abril de 1931, con casi 80 años, fallecía la Chata en un convento de París. No se había cumplido el quinto día de exilio. El traslado fue penoso sobre un machacado cuerpo que requería reposo. De las sacudidas del transporte de la época, sobre una camilla soportó el traqueteo y la falta de oxígeno del ferrocarril y los cansados trasbordos en los distintos vehículos. Cuando llegó a su último destino, ya no sirvió ni el reposo tras tan largo viaje. Sumada la pena por verse fuera de su España, expiró la vida de la “princesa más española de todos los tiempos”. Su filosofía democrática y popular, también su insigne respeto a la Tradición, la empujaron a determinar que su deber era acompañar a su familia en el exilio. Fue su proyecto de vida lo que se exiliaba, su razón de ser, así que no dudó en viajar, a pesar de las numerosas peticiones para quedarse, recibidas desde todos los ámbitos de la sociedad española. Se guardó un solemne minuto de silencio en las Ventas y en numerosos lugares de España el día de su muerte.
Durante más de medio siglo yendo todos los años a las romerías madrileñas, acudiendo a todos los eventos celebrados en San Isidro, bailando y comprando en los puestos de las verbenas, tocándose brazo con brazo con los madrileños más humildes, preocupándose por las penas, y celebrando las alegrías, paseando por su avenida, llamada Princesa en su honor desde 1865, a pesar de lo convulso de aquellos años, los españoles, y en mayor medida los madrileños, echaron en falta aquella ilustre figura, primero de gran Princesa y joven viuda, para luego convertirse en su maternal Chata, que así pasaría a la posteridad, buscándola el pueblo casi inconscientemente, durante algunos años, entre el gentío de las Ventas o entre los puestos de romerías y verbenas. Pero la Chata había muerto lejos y sin recibir los honores de funeral que mereció.
Los periódicos hicieron eco del sentir popular, y escribieron párrafos como los siguientes: «Se ha ido la Infanta Doña Isabel. Una mujer excepcionalmente insigne, que, además de ser una gran princesa, era también una gran española, segura de que practicaba el mejor culto a la Patria en el amor a la cultura y la tradición». O:
«Al final no ha tenido suerte. ¿Morir fuera de España ella, la española integral? ¿Ser arrojada de Madrid la mayor madrileña de todas y conocer el sorprendente dolor, que sean manos de madrileños las que le señalen el camino del destierro?». «[…] el ser que más que nadie parecía tener derecho a reposar en el seno de esta tierra», etc.
En fin, tuvieron que pasar seis décadas para que al menos sus restos regresaran a España. En 1991 se depositaron en el Palacio Real de la Granja, junto a Felipe V y su esposa Isabel de Farnesio, como no podía ser menos, junto al primer rey Borbón. Allí reposa, aunque sólo la recordasen los más viejos del lugar, muy cerca de donde pasaba sus vacaciones y reunía con las demás mujeres de la alta nobleza, una mujer digna de ser recordada, por su esfuerzo en pacificar a una España enfrentada, por sus ideas liberales, por conseguir el lugar que las mujeres merecían, por el cariño que mostró a todas las personas en general, con respeto y sin mirar por encima del hombro.