La lengua castellana sufre en algunos de sus términos una ambigüedad que resulta determinante para entender muchos conceptos. Los españoles que hablamos otra lengua hemos caído también en dicha ambigüedad por influencia de la castellanización paulatina, y por eso llamamos Tiempo a la climatología y también a la regulación de los espacios que abarcan el día, la noche, los meses y las estaciones del año. Eso produce inconscientemente un conflicto mental que luego explicaré. En valenciano por ejemplo llamamos Oratge a la Climatología, y Temps a la regulación temporal (otra palabra que sufre la misma ambigüedad por su doble sentido), pero también utilizamos esta última palabra para el clima, de manera que caemos en el mismo problema conceptual que los castellano-parlantes. El fenómeno es general en todas las lenguas europeas.
El motivo de dicha confusión por el doble sentido de la palabra proviene de nuestro origen campesino. La tierra ha sido siempre el sustento del ser humano, y por eso separábamos en estaciones el año para conocer el momento preciso de cultivar y cosechar, procesos tan ligados a la climatología, que terminaron confundiéndose en un mismo término. A principios del siglo XX, cuando se formularon las teorías científicas que llevaron a las Matemáticas y Física modernas, sobre todo para aplicar la mecánica cuántica, nos dimos cuenta de que resulta erróneo usar esa misma palabra, pero ya es tarde para erradicar una costumbre tan arraigada en nuestro vocabulario. Se dice que Einstein comentó en algunas ocasiones que los descendientes de los mayas podían entender mejor la Teoría de la Relatividad que los europeos, precisamente porque en su lenguaje el cómputo del Tiempo está bien diferenciado de cualquier otro concepto, además de que la regulación temporal no está limitada a un sistema “hexadecimal”. Pero claro, eso sería válido para los antiguos mayas porque hoy en día están castellanizados y también se confunden. Que Einstein estableciese que el Tiempo es una Dimensión, por supuesto es más comprensible para los antiguos mayas que para los contemporáneos.
No sé a quién se le ocurrió dividir los ciclos temporales en horas, pero se quedó descansado. Dividir un día en 12 horas y cada hora en 60 minutos, a su vez dividido en 60 segundos, les llevó a los científicos un verdadero quebradero de cabeza para el enunciado y resolución de las ecuaciones, y posterior explicación de sus teorías. ¿Qué les costaba a los antiguos dividir el Tiempo en una escala centesimal? Lo que no logro entender es que Napoleón y su ejército de científicos no modificaran esta división del Tiempo tan caprichosa como inútil, aplicando la misma regla que usaron para el litro y el metro, por ejemplo. Los científicos del siglo XX debieron modificar esta costumbre de los 60 minutos y no adaptarnos nosotros a ella como borregos.
Porque el Tiempo es una invención de nuestra mente. Ni siquiera el reloj atómico nos puede transmitir una medición del Tiempo exacta y fiable, porque la Naturaleza no sigue nuestras reglas particulares y su exactitud no es la nuestra. A lo largo de los siglos los matemáticos y físicos lo han enunciado como variable, como constante y como valor, porque todavía no lo tienen muy claro, sencillamente porque el Tiempo no existe como nosotros lo imaginamos. Sentimos la necesidad de aplicarlo para los hipotéticos viajes estelares porque tenemos fecha de caducidad. Necesitamos alcanzar velocidades similares o superiores a la Luz para que nuestra razón vea viable un viaje a millones de kms en un plazo inventado por nosotros. Pero no quiero profundizar en la posibilidad práctica de valorar el Tiempo como factor numérico. Me parece más útil disertar sobre su significado ordinario, en las repercusiones que nosotros notamos pero que no sabemos explicar.
Dominar el Tiempo no es tarea fácil. Psicológicamente estamos sujetos a sus “plazos señalados”. Tenemos un tiempo dedicado al trabajo, otro para el ocio y otro para dormir. Cuando somos pequeños y queremos llegar cuanto antes a la mayoría de edad, el tiempo transcurre lentamente. Cuando nos aburre una clase hasta contamos los segundos, y ese estrés produce que nunca se acabe el día, mirando el futuro como algo lejano y hasta deseado. En cambio, cuando llegamos a la edad adulta, cuando vivimos sujetos a la rutina del trabajo y del diario cotidiano, la sensación se invierte. En un descuido te has plantado en los cincuenta años y el tiempo pasa como un suspiro. De la alegría de vivir en nuestra adolescencia, de disfrutar de nuestro entorno, de repente nos interesan trivialidades que están sujetas al cronómetro y que tienen que ver con el dinero. Ese “no disfrute” de la vida es lo que nos lleva a que el tiempo transcurra tan deprisa, porque nos conformamos y somos conscientes de que tarde o temprano terminará la jornada tediosa.
En fin, los grandes gurús de la Historia, del pasado y del presente, lo dicen con otras palabras y quieren darle otros sentidos, pero realmente quieren transmitir un estado de felicidad que sólo lo obtendremos si dominamos el Tiempo y no a la inversa. Cuando Gandhi predicaba una “vuelta al pasado”, cuando deseaba que sus conciudadanos se fabricasen una rueca y tejieran sus propios vestidos, sencillamente transmitía lo que su mente había experimentado con éxito: dominar el Tiempo. De paso, también pretendía cargarse la industria británica del Textil, pero eso es su “cara oficial” del tema.
Para no volverse locos, deberíamos todos probar ejercicios de relajación o disciplinas mentales para evadirnos del estrés que el Tiempo nos produce. Además, una buena idea sería variar de vez en cuando la rutina diaria, intercalando siestas de media horita, por ejemplo.
Hubo un tal Edgar Cayce que aseguraba que cualquiera de nosotros puede incluso abandonar el cuerpo terrenal para proyectarse astralmente, siguiendo unos adecuados ejercicios. Pero a la fuerza debemos “regresar” a lo cotidiano, así que el secreto estriba en lo que Aristóteles enunciaba como “término medio”, siendo la fórmula idónea de conseguir la felicidad.
Debemos mentalizarnos de que el Tiempo y su cómputo es una invención de los antiguos. El Tiempo es quizás la constante más “relativa” de todas porque depende de la persona. Puedo decir que un año es “demasiado” tiempo de espera, como decir que un año “pasa como un suspiro”, y en ambos casos tener razón. La ambigüedad de nuestros términos y conceptos nos dificulta resolver cuestiones que el sentido común debería zanjar rápidamente. Así para unos, cuestiones políticas, religiosas y sociales, tienen una rápida solución para que todos seamos felices, pero para otros se convierte en una eternidad dicho plazo, sin ver cambios evolutivos suficientes para el bienestar común, por ejemplo. Del mismo modo, pensar que una sola persona (la figura de un rey, un presidente o un ministro), en su corto espacio de vida, determina el presente y futuro de una nación, es el error más común en el que todos caemos, manipulados por el tiempo y nuestras costumbres. A este respecto, no estaría de más modificar nuestra manera de contar el Tiempo, así como nuestra manera de vivir, que sigue estancada en la Edad Media, donde sólo unos pocos gobiernan con total impunidad, a pesar de que usemos términos ambiguos y esperanzadores como Tiempo, Libertad, Democracia y Bienestar.