Cuando me toque la Lotería

A finales de los años 1980s, o quizás a principios de la siguiente década, cuando tocó el Gordo de la Lotería de Navidad en un barrio de la periferia de Palma de Mallorca, es Rafal, no recuerdo bien el año exacto, me encontraba precisamente trabajando en la ciudad. Durante todo ese año estuve visitando una obra de ampliación en un chalet, y conocí al maestro de obra, un hombre que rondaba los sesenta años, siendo yo un chaval de veintitantos. Me llamó mucho la atención la personalidad de este hombre, que tenía el aspecto como sacado de la serie Curro Jiménez, de Algarrobo, pero más bajo, e igualmente medio calvo y con prominentes patillas. Tenía su vida planificada para “cuando me toque la Lotería”, decía completamente convencido, confesándolo prácticamente a la segunda frase de conocernos.

En esos tiempos trabajé para mi tío y estuve más de dos años por la isla. Conducía la furgoneta de mi tío para trabajar y el Alfa Romeo de mi otro tío los fines de semana. El maestro de obra, Pepe, no tenía vehículo, así que muchas veces lo regresaba del trabajo a su casa, si es que coincidíamos de vuelta nosotros también. En dichos regresos fui conociendo detalles más personales, ya que en el trabajo solamente hablábamos de la obra. Me di cuenta de su rutina en dichos regresos a su casa, ya que rondaba siempre las 18:30, y me hacía parar en la Administración de Loterías de su barrio del Rafal, a unas tres o cuatro calles antes de su casa. En la plaza bajaba definitivamente y siempre se detenía con el ciego de la ONCE para comprar el Cuponazo.

En fin, en esos primeros días me explicó convencido que pensaba volver a su pueblo y comprar un terreno que tenía estudiado donde ubicar su cortijo, qué marcas de coches comprará, viajes en crucero a unos destinos definidos, muebles de diseño y el orden de sus proyectos millonarios que iba a emprender. Al principio pensé que bromeaba, a la manera andaluza, pero al poco me percaté de que sus proyectos eran de lo más serios y estudiados. Hablaba convencido de que le iba a tocar pronto un gran pellizco. No pude evitar la pregunta, y cuando le interrogué, me aseguró que compraba con esa metodología semanal, todo tipo de apuestas y quinielas desde que empezó a trabajar con 16 años. Nunca le tocó nada.

Haciendo memoria, recuerdo que siendo muy niño ya “soñé” que me tocaba la lotería y que me asomaba por la urbanización montando en un Ferrari, conducido orgullosamente por mi padre, porque yo no tenía carnet. Mi familia no era precisamente pobre, más bien lo contrario. ¿Qué motivaba ese sueño de ser millonario a tan temprana edad? ¿Qué motivaba a Pepe el albañil y a tantas personas a sufrir esa extraña ludopatía? Pues una cosa es estar enganchado al juego, incluso obsesivamente, y otra distinta “vivir” convencido de que eres ya millonario. ¿A cuántos nos habrá pasado?

Para responderme a esa pregunta miré primero las estadísticas. Los españoles no fuimos los primeros en dedicar recursos nacionales al juego de la Lotería y otro tipo de apuestas. Los italianos lo hacían desde mucho tiempo antes, aunque bien es cierto, en territorios mucho menores. Tampoco somos los más “enganchados” a las apuestas, ya que ingleses y chinos nos ganan por goleada, y tanto en Asia como en Europa nos ganan en otros países. Pero a todos les ganamos en “tradición”, y eso es lo que nos llevó al motivo que buscamos.

El rey Carlos III, a mediados del XVIII, y entre otras costumbres traídas de Italia, creó la Lotería Nacional y poco después apareció la Lotería de Navidad, durante siglos, la Lotería que daba los premios más grandes del mundo. Claro, durante casi trescientos años todas las generaciones españolas “soñaron” con el Gordo de Navidad, así que resulta hasta normal que los niños llevemos impreso en el ADN ese deseo irrefrenable de apostar para ganar millones. No le encuentro otro origen lógico a dicha temprana “obsesión” por ganar millones que sufrí en mi infancia. Claro, a unos afecta más que a otros, hasta el punto de que al maestro de obras, Pepe, le afectó obsesivamente. Aunque yo le juzgué inmediatamente de “loco”, como dice el dicho: “miramos la joroba del prójimo sin ver la nuestra”.

Todo tiene un final, y en este caso paradójico, pues, la misma administración de loterías repartió ese año el Gordo de Navidad, la misma donde Pepe, religiosamente, compraba décimos semanalmente, y gastaba una gran suma en décimos de Navidad durante todo el año. No le tocó nada, ni la pedrea, tan sólo algunas devoluciones. Pero no le afectó demasiado, simplemente le animó a seguir, aduciendo a que “más cerca no puede llegar, a la próxima será seguro”.

Para más inri, regresé en un vuelo a la península con una docena chavales borrachos, que iban cantando y alentando a un señor, al que le había tocado un buen pellizco. Resulta que era una cuadrilla de albañiles que compraron en la misma administración que Pepe, y que sí les tocó. El maestro reconoció haber comprado cuatro décimos y los chavales uno cada uno. Pero uno de los chavales, con los ojos vidriosos, me comentó en voz baja que «a lo más seguro había comprado el jefe una hoja (10 décimos)». Claro, este tipo de “espectáculos” animan a jugar a quienes lo contemplan, alimentando una tradición que, seguramente, los españoles llevamos impresa en nuestra genética, como dije antes. Son una de las muchas características de los españoles que no aparecen o analizan en los distintos campos científicos, más bien entran dentro de los campos oníricos.

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