Hace unos meses salió a la palestra un paleoantropólogo estadounidense, que ya se hizo famoso por contradecir a sus colegas a principios de siglo por sus teorías revolucionarias. Se llama Lee Berger, un científico de cincuenta y ocho años que pasa por ser uno de los mejores expertos del mundo en el estudio de los huesos de nuestros antepasados más remotos. Cuando se hallaron en 2013 restos de 15 homínidos provenientes de la cueva Riding Star, en la Cuna de la Humanidad, Sudáfrica, no tardó mucho tiempo en hacer saltar la noticia: se había descubierto al Homo Naledi, “el eslabón perdido entre las especies homo”, se dijo entonces por su singular anatomía.
Ahora Berger aparece como protagonista en un documental para National Geographic, donde se reafirma en sus conclusiones y da detalles sobre las últimas novedades en aquel yacimiento. Nos cuenta cómo, con su hijo de 9 años, encontró un importante resto fósil en Malapa en 2008. Cuando se le observa tan apasionado, me recuerda al Arsuaga de hace dos décadas en Atapuerca, y a ambos científicos desbordados por la imaginación, ya que nos describen cómo era el mundo hace centenares de miles de años, como si hubiesen estado allá: sin dudas, basándose en cuatro certezas, para completar su rompecabezas a base de lógica combinada con una necesaria imaginación, a falta del resto de pruebas que confirmen.
Cuando se tiene un resto fósil que presenta rasgos antiguos y modernos en su esqueleto, que se supone con millones de años, lo más normal es que se trate de una «evolución» de una misma especie. Cuando Berger catalogó al Homo Naledi como una especie Homo distinta del Australopitecos, saltaron inmediatamente las críticas y, aún hoy en día, muchos antropólogos están disconformes con las conclusiones a las que llegó, tildadas todavía de “hipótesis no probadas”.
Dichas conclusiones de hace una década quizás fueron precipitadas en Berger, pero mantenerse en la hipótesis, incluso reforzando la teoría con más razonamientos, parece que cierra el caso y, mientras no aparezcan pruebas en contra, el Homo Naledi se trata de un antepasado «único», es decir una especie en sí misma que tomó su propia evolución para extinguirse. Fue un ser humano distinto aunque compartía un mismo antepasado común.
La teoría viene muy bien para no tener que explicar cuestiones trascendentales. Recordemos que los Naledi hallados no son realmente tan antiguos, Los restos fueron datados por numerosos científicos, y cada cuál rebajaba considerablemente las primeras hipótesis. Berger comparte la opinión de que los restos rondan los 300.000 años de antigüedad, es decir, pudieron incluso coincidir en el tiempo con los primitivos Homo Sapiens modernos (hace 200.000 años). Esta datación se consiguió mediante la prueba de uranio-torio, dando un resultado menor a los 335.000 años. Pero veamos sus rasgos principales.
Los Naledi muestran una estatura media de 1,50 m de altura. Su peso medio es de 45 kg. Sus extremidades superiores e inferiores son muy similares a los homos modernos, pero su capacidad craneal no supera los 600 cc. Muestra una dentición primitiva. El tronco y, por ejemplo algunos huesos como el fémur, son más cercanos al Australopitecos o a un primate que al género homo. Por su anatomía, se piensa que andaba bastante tiempo por las ramas y no demasiado caminando erguido, aunque lo hacía perfectamente.
En 2015 Berger sorprendió a la familia científica cuando presentó en su trabajo a un Naledi que sabía utilizar el fuego para iluminarse y cocinar, y además enterraba a sus muertos con algún tipo de “liturgia” y, lo más alucinante: a pesar de su pequeña capacidad craneal, estaba capacitado para crear arte rupestre, atribuyendo algunas pinturas grabadas a los restos fósiles naledi hallados en sus proximidades.
De ser ciertas estas afirmaciones, la comunidad científica debe reescribir los libros de nuestro pasado remoto, pues no son los humanos modernos quienes “descubrimos”, ni siquiera los neandertales (o quizás si), sino esta pequeña especie “descerebrada”, de la que se ignora si usaban herramientas fabricadas exprofeso, o se ayudaban de objetos encontrados al azar, y a los que los homo sapiens imitaron y posiblemente exterminaron, como hicieron y hacen desde los albores de los tiempos con las demás especies.
Juan Luis Arsuaga es uno de estos científicos que plantearon “cambios” en lo establecido académicamente. Sobre todo en la Europa más primitiva (cuando todo ocurría en Francia o Alemania). Resulta muy recomendable la lectura de todos sus trabajos publicados, y el último, sobre la evolución del cuerpo humano durante 7 millones de años, resulta un compendio de anatomía impresionante y único, pues incluye todas las novedades descubiertas, algunas por él mismo en Atapuerca.
Junto a Berger, Arsuaga plantea nuevos retos a la Ciencia, pero no hay que olvidar de que luchamos contra lo imposible: el pasado, y un pasado remoto. Cuando se discute sobre lo ocurrido hace tan sólo un siglo, pretender poner la etiqueta de “verdadero” sobre algo ocurrido hace un millón de años, automáticamente se convierte en un debate de opinión, pues todavía no hemos conseguido fabricar una máquina del tiempo. Lectura de lo más recomendable por apasionante, la de estos dos grandes “preocupados” por nuestro pasado más remoto.